Yo no digo, payaso, que tuvieras que ser inmortal. Todo en este mundo se pudre, se desbarata y se malogra. Al final, tarde o temprano te hubiera tocado, ya lo sé. Pumpum, último latido. The end.
Pero joder, payaso. Ahora no. Que digo que podrías haber esperado un poquito más. Veinte años, como mucho. O hasta que el mundo en que nos dejas fuera un poco menos gris, hasta que dejaran de caerse cosas a nuestro alrededor. Porque, en el fárrago de lo que estamos perdiendo cada día, me venía fatal ahora mismo vivir sin lo que me quedaba de infancia.
Yo soy uno de tus niños de treinta años. Por poco: dentro de meses seré un señor de cuarenta. Y ya no me queda ni el consuelo de que los payasos de mi niñez estén todavía en el mismo mundo que yo.
Ya lo ves. El colegio donde estudiaba entonces sólo es un cadáver de cristales rotos y zarzas, y mi señorita de párvulos se jubiló hace años. Los niños del barrio son padres, los padres son abuelos. La señora Rosa, mi otra abuela del quinto, tiene 100 años. Rafa, Chuchi, Elvi y Vitín están muertos.
Si veo ahora los dibujos animados de mi infancia me parecen insípidos y viejos. Será que lo son: busco ahora la emoción que le producían a aquel niño flaquito y no aparece en este señor con tripa.
Así que buena la has hecho. No encuentro excusa para tu ocurrencia de irte justo ahora, con todo en pleno tambaleo y mi madurez echándoseme encima como un corrimiento de tierras.
Pero leo en tu esquela que la familia Aragón pide una sonrisa por tu alma, en lugar de una oración. Y sonrío. Es lo mínimo que te debo, payaso.
Artículo publicado en larioja.com