Queridos políticos honrados. Sé que están ustedes ahí. Conozco, de hecho, a más de uno. Tengo fe en la naturaleza humana y creo firmemente que en todo colectivo hay mucha buena gente y cuatro hijos de la gran puta; así que, sí, estoy seguro de que en la clase política pasa lo mismo. Y que ustedes, profesionales honorables de la cosa pública, son mayoría entre los suyos.
A ustedes me dirijo hoy, señores políticos de buena fe. Para acusarles, y hacerlo muy seriamente: están ustedes cargándose este país, su sistema político y la confianza de los ciudadanos en que las cosas se pueden hacer bien. No, no me he equivocado: son ustedes, los honrados, los que tienen la culpa.
Los jetas no la tienen. O sea: ellos son delincuentes, y punto. No se les puede pedir otra cosa, igual que a un asno no se le puede pedir volar. Un delincuente metido a fontanero engañará a la señora del quinto. Un caco metido a político se abrirá una cuenta en Suiza.
Pero la culpa de que eso, que ha pasado siempre y seguirá pasando, se haya convertido en un mal endémico de nuestra democracia es de ustedes, señores honrados. Porque ustedes saben, y callan. Porque para ustedes el malo es menos malo si es de sus siglas, cuando debería ser al revés: deberían estar doblemente indignados contra los suyos, por haber robado y por haber faltado a su confianza.
Si su indignación contra otros no es seguida de una igual de tajante (o más) contra los propios, no me vale. Nadie mejor que ustedes, que están dentro, para captar el olor a podrido. Si siguen tapándose la nariz, no lo duden: ustedes son culpables. Por muy honrados que se crean.