Cada país tiene sus desgracias. En Hungría, por ejemplo, tienen un ramalazo facha que les viene de cuando gaseaban judíos con alegría, aprovechando que los nazis pasaban por allá. En Italia llevan a cuestas la Cosa Nostra, que se come un porcentaje nada pequeño de la riqueza nacional mientras soborna políticos y mata jueces alternativamente. En Estados Unidos tienen un sector de la población que aún cree que la Tierra es plana, que Obama nació en África y que la ONU manda helicópteros negros a vigilar Texas.
En España tenemos ministros de Educación.
De todas las tristezas que nuestra amojamada clase política nos da, la de la Educación es una de las más perennes. Que nuestros dos grandes partidos alternantes no sean capaces de llegar a un acuerdo sobre un asunto así desvela su escala de intereses: primero los suyos, luego los suyos, y después… los nuestros no.
En España, cada ministro de Educación quiere su ley. Si es modesto, se conformará con su reformita, su asignaturita, su cosita. Si es ambicioso, será peor: creará una norma con cinco letras de acrónimo, en la que procurará reinventar la rueda haciendo de su capa un sayo.
Que los ciclos cambien cada diez años, los exámenes se muevan de un lado a otro, los currículos se expandan o contraigan a voluntad. Que, mientras, lanzamos el asunto de la religión o el de la lengua por delante: para qué hablar de Educación, si podemos chillar sobre el catalán o los curas.
Nada mejora el panorama que el ministro sea un histrión amigo de la gresca. Más bien lo contrario: pobre escuela española.
Columna publicada en Diario LA RIOJA
La imagen es de El Jueves