El lunes por la noche Cuatro recordaba en un programa especial la tragedia del tsunami en Indonesia. El espacio ponía en orden toda la información, las imágenes, los testimonios y las explicaciones científicas que hace ahora un año inundaron los telediarios. De entre todos los comentarios -unos muy personales y todos sin excepción dramáticos- el más llamativo para mis ojos fue el de un turista sueco de nombre turco y rasgos mediterráneos que en aquellas fechas pasaba las vacaciones con su novia en un hotel de postal. Cámara en mano, tenía grabado cómo su chica posaba junto a la playa y, de buenas a primeras, el mar se retiraba sin saber que lo hacía para tomar impulso y anegar a continuación violentamente lo que hasta ese instante era un paraíso. Sus palabras resumían el impacto: “No era una guerra, no había bombas; era solo agua”. Esa sensación es lo que, imagino, llevó a muchos a seguir el fenómeno desde la costa y contemplarlo plácidamente sin que su instinto les llevara a correr para ponerse a salvo. “Era solo agua”, repetía incrédulo aún.
Otro tsunami acecha desde entonces en el debate político internacional. Acusaciones, comentarios y declaraciones mal medidas amenazan con tener el efecto perverso que nadie espera. Palabras que, cargadas de rencor, pueden de un momento a otro volverse contra quien las pronuncia y contra a quienes van dirigidas para provocar una reacción difícil de medir. Y como aquel turista que observaba hace un año los caprichos del mar sin barruntar cuál sería su demoledor respuesta, el espectador escucha a (algunos) dirigentes repantigado en el sofá de su casa sin imaginar que esas cargas de profundidad pueda hacer estallar algún conflicto más cerca que lejos. Y como aquel turista, cuando el desastre se haya desencadenado por lo que unos u otros dijeron, todos los damnificados sentenciaremos con el mismo gesto de asombro: “No era una guerra, no había bombas; eran solo palabras”.