Diana Krall está de gira por México y el otro día actuó en la capital del país, en el inmenso Auditorio Nacional, ante una audiencia de más de 10.000 espectadores, según señalan las crónicas periodísticas. No es, desde luego, nada habitual que un concierto de jazz atraiga a semejante número de personas; y eventos como este vuelven a avivar la controversia que desde hace algunos años acompaña a la jazzwoman canadiense. La mayoría de la crítica jazzística ataca sin piedad a la Krall argumentando que su éxito no se debe sino a una gigantesca operación de márketing aprovechando que la mujer está de buen ver, le acusa de ser una vocalista y pianista más que mediocre y le reprocha su tendencia a traspasar el imaginario muro fronterizo que separa el jazz de la música popular. Personalmente me alineo con el otro sector, el más minoritario, que es el que sostiene que Diana Krall es una pianista-cantante excepcional (una de las más destacadas de la historia y sólo por debajo de mitos del tipo Shirley Horn). Empieza a resultarme molesta la postura de muchos gurús de la crítica musical que se pasan la vida lamentándose de que el jazz esté sometido a la espiral del silencio, reducido a círculos casi marginales, y, sin embargo, cuando surge una figura que traspasa los límites de ese reducto enseguida le cuelgan el cartel de sospechoso.

Ahí va este vídeo de la Krall interpretando el Frim Fram Sauce que hizo popular Nat King Cole, con un precioso solo de piano que firmaría con gusto el mismísimo Oscar Peterson. Para quien tenga los prejuicios a los que anteriormente me he referido, que pruebe a cerrar los ojos e imaginar que Diana Krall es el desconocido nombre de una mujer de rostro demacrado por el abuso de las drogas que está tocando en un cutre club semivacío, a ver si así le gusta más.