Demostrando lo que algunos pueden hacer unidos, el batiburrillo de izquierdas formado por PSOE, Podemos, Compromís y demás calderilla que gobierna la Comunidad Valenciana ha fallado que los estudiantes de Medicina en universidades privadas no puedan realizar prácticas en hospitales públicos. Para justificar la arbitrariedad se la han cogido con papel de fumar invocando dos normativas inconsistentes bajo las que ocultar el auténtico móvil de la medida: el obsesivo odio visceral de la izquierda real o imaginaria hacia un sector privado al que, como no pueden prohibir ni controlar, intentarán liquidar como sea.
Para empezar, los hospitales públicos se mantienen con los impuestos de los ciudadanos que los pagan, incluidos los padres de los futuros médicos que han escogido una universidad privada para formarse, los cuales, además, le están ahorrando al Estado el coste de la carrera de sus hijos. Por otro lado, esos hospitales que también son suyos serán posiblemente el lugar de trabajo de muchos de ellos, si es que estos no acaban impidiéndoselo, o excluyéndolos del programa MIR, o no reconociéndoles siquiera un título expedido en las nefandas privadas. Salvo que éstas dispongan de un hospital docente propio, como la Universidad de Navarra en la que tuve la suerte de licenciarme y doctorarme, negarles la colaboración de centros públicos para realizar las preceptivas prácticas, como se ha hecho siempre sin ningún problema, podría acabar con ellas, que es de lo que se trata.
Sin embargo, a los futuros médicos afectados por esta injusta discriminación, impuesta desde un sectarismo político demagógico y populista, les recordaría que no hay mal que por bien no venga. Que si les vetan practicar en un hospital público se perderán el contacto con buenos profesionales y tecnología punta, pero también evitarán el contagio de los grandes males crónicos de la sanidad pública, como la pésima organización y gestión de excelentes recursos, la desincentivación y falta de reconocimiento, la dilución de la responsabilidad, el achicharramiento profesional y demás lacras propias de un modelo pseudofuncionarial intrínsecamente ineficiente, eso sí, disfrutando de más días de vacación que nadie en este país, extraña medida para reducir intolerables demoras asistenciales.
Una defensa de la sanidad pública bien entendida debería dedicarse a remediar estos males persiguiendo la excelencia y no a un sector privado cuya colaboración en Sanidad o en Educación no sólo es posible sino necesaria, aunque estos batiburrillos siniestros pretendan cargársela, como todo lo que escape a su estatalismo neobolchevique. Trazar una línea más roja que Lenin como frontera es el primer paso.