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Loco por incordiar

Con y contra Fraga

No puedo escribir un obituario de Fraga en este huequito. Fue hombre de una energía tan apabullante, con un apetito tan desmesurado por el poder, con una biografía tan extensa y contradictoria, tan llena de inesperados meandros, de cataratas y de explosiones, que resumirlo es una tarea imposible, abocada al fracaso y a la injusticia.

Si uno enfatiza, por ejemplo, los años en que fungió como esbirro de la dictadura se le olvidarían los méritos democráticos que hizo durante la Transición. Pero si uno ensalza su papel en la construcción de una derecha constitucional, pasaríamos por alto su odiosa etapa franquista y obviaríamos ese pronto autoritario que siempre conservó.

Fraga parecía un personaje de novela decimonónica, un camaleón esférico, chillón y soberbio, un hombre inacabable. Yo siempre he mirado a Fraga con suspicacia, pero también con una recóndita admiración. A veces tenía la habilidad de divertirme: todavía recuerdo cuando se morreó con Fidel Castro, para espanto de sus propios compañeros del PP, o cuando de repente pasó de defender la España Una y Grande a aquella Administración Única, que era una manera sutil y retorcida de pedir un Estado Federal.

Pero Fraga no se contentaba, como tantos otros, con sostener una opinión y luego la contraria. Encima las argumentaba, les encontraba antecedentes históricos y bibliográficos y luego escribía un voluminoso libro sobre cada una.

Ha muerto Fraga. Podría decir de todo y sería cierto. Pero, en su última hora, prefiero quedarme con el notable servicio que prestó durante la Transición, cuando supo apacentar a una derecha cerril, llena de franquistas nostálgicos, aturdidos y peligrosos.

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