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NEOFOBIA

Los seres humanos somos por naturaleza omnívoros, por lo tanto somos capaces de ingerir prácticamente cualquier sustancia sólida o brebaje con tal de que nos nutra o que no sea tóxico. Más: como consumidores estamos deficientemente capacitados para entender y utilizar nuestros sentidos y mucho menos todavía manejar la terminología correspondiente a la apreciación sensorial como valor irrenunciable de calidad y sentido de vida.

Sobre todo consumimos por pura necesidad biológica en primera instancia, aunque casi de inmediato salta esa irrefrenable predisposición por gustar esto o rechazar aquello. Tendremos que pensar qué hay de innato o de adquirido en tales respuestas. Desde el punto de vista de la herencia genética, siendo bebés apenas mostramos gustos o rechazos; y tomamos de todo, aunque está comprobado no obstante que mostramos clara apetencia por lo dulce y por las texturas cremosas-grasas, por pura razón de supervivencia. Sin embargo, también es cierto que algunos factores genéticos, conformados junto a prácticas sociales del grupo en el que nos criamos, acaban derivando en preferencias individuales por ciertas bebidas o alimentos en particular.

Si en los inicios de nuestras vidas nos acostumbramos a ingerir casi todo lo que nos dan, con los años vamos desarrollando una suerte de neofobia, o rechazo a productos de alimentación y bebidas nuevos por causas bien sea genéticas o de temor o disgusto. Si no hay motivación y firmeza parental, ya desde la más tierna infancia se fraguan individuos que rechazan este alimento o esa bebida sin ninguna razón lógica. Y luego desactivar esos clichés mentales puede llevar décadas.

Para superar tales desarreglos injustificados, son preferentemente las conductas ejemplares dentro de la familia, junto a los factores sociales inducidos, los que suelen modificar y encauzar preferencias por bebidas y alimentos, generalmente dentro de los usos y costumbres propios de la cultura social del grupo al que pertenecemos. En realidad la juventud, es un período de tiempo que se gasta en una constante y desenfrenada búsqueda de experiencias y sensaciones, cuando no también de guía y dirección sobre qué hacer, qué elegir, qué comer o beber. Y eso, en estos tiempos de consumo compulsivo, de ofertas sin cuartel a propósito de cualquier cosa ridícula e innecesaria, lo que produce en las mentes todavía sin criterios definidos, es una suerte de parálisis mental suscitada por tal avalancha de productos donde escoger.

En este punto hay que comentar el éxito de los refrescos de cola y las otras bebidas gasificadas, o mejor, de su mercadotecnia: ya desde la niñez los niños son inducidos a beberlos por padres a su vez habituados por una machacona publicidad. El encanto de lo dulce y el engaño del carbónico añadido hacen el resto. Cuando los niños se hacen mayores, suele costar que maduren igualmente sus apetencias naturales por paladear productos nuevos con sabores distintos más intensos o complejos (excepción hecha del tabaco y del alcohol de alta graduación a los que se inician por su componente transgresor). ¿Y el vino? ¿Es sólo para personas “formadas”?

VINO Y JUVENTUD

De siempre me he preguntado el por qué de esa falta de apetencia –cuando no desapego- por los vinos de parte de una juventud que por otro lado sí consume otras bebidas alcohólicas. ¿Será por esa inercia secular que relaciona vino con borrachines? ¿O quizá por todo lo contrario, cuando hoy en día se mira al vino como algo que consume gente elitista? Probablemente sea también un asunto de contestación generacional: no bebe lo mismo el hijo joven que el padre. En cualquier caso no deja de ser paradigmático que en nuestro país, productor histórico de verdaderas maravillas enológicas y donde el vino está claramente asociado a nuestra vida y costumbres, el consumo de vino en general y por parte de los jóvenes en particular, esté bajando. Parece ser que a las nuevas generaciones NI-NI (ni estudio ni trabajo) el común denominador al que ha quedado reducido sus gustos está causando estragos. Qué pena.

No es cuestión ahora ya de buscar culpables sino de ofrecer soluciones que remedien estos despropósitos. Y sigo diciendo que una pedagogía casual, divertida y constante surtiría efecto. ¿Para cuándo enseñar ya desde la escuela la metodología del análisis sensorial? ¿Y la adecuación del consumo de vinos más allá de las celebraciones o los momentos festivos o especiales? ¿Por qué no aprovechar la sinergia de nuestra riqueza gastronómica de un modo fácil y evidente, en vez de la parafernalia de los maridajes que confunden al personal y -no olvidemos- nos llegó de fuera?

Ser joven y vivir joven no implica que ciertos alimentos o bebidas no puedan ser perfectamente accesibles y asimilables. En cuanto a comidas, de nuevo nos encontramos con la paradoja de ver cómo se ha asumido por ciertas jóvenes generaciones la comida basura propia de un país que para nada comparte costumbres con el nuestro, si bien es cierto que luchamos duramente para no perder lo que nos es propio: el desayuno con pan tostado y aceite de oliva virgen extra, la tapa de media mañana de tortilla española, el almuerzo con el plato caliente típico de cada región, el paseo de la tarde con unos vinos (¡ay! que no sea tanta cerveza) y unos pinchos previo a una cena ligera. ¿Y el vino para la gente joven, dónde lo colocamos ya que no puede ser en una pizzería o en una hamburguesería? No debería ser tan difícil. Lo que sucede es que en este país tan garantista y donde lo políticamente correcto es un virus que se ha instalado en las mentes deslavazadas por titulares de televisiones que no hacen otra cosa que apacentar rebaños, el consumo de vino no es fomentado dentro de esos hábitos alimenticios saludables (pero luego sí -¡ay, fariseos!- se facilitan lugares públicos para esos botellones que otra vez sirven para mantener a las nuevas hordas de consumidores amaestradas y sumisas).

Se trata simplemente de quitarse las caretas y contrarrestar, con iniciativas desde los estamentos públicos, el poder alienante de la publicidad de productos que no son nuestros. Y defender el valor de lo que se da en nuestras tierras como signos de identidad nacional; y no estoy hablando solamente del vino. Pero en cuanto a este, sí, que se conozca desde la escuela dentro de talleres de apreciación sensorial; y luego después, a partir de los veinte años, asimilar su disfrute dentro de prácticas saludables alimentación y entretenimiento. No voy a delinear aquí cuales deberían ser las estrategias para actuar en este sentido, pero baste de entrada sugerir dos cosas: aquellos comerciales de bodegas que quieran ganarse el futuro deben ganarse a su vez al público femenino joven pues ellas son las que van a mandar (están mandando ya) en gustos, tendencias, y en el control del varón; y por otra parte con las nuevas técnicas elaboradoras se están sacando vinos al mercado con unas posibilidades inmensas de atraer a los jóvenes consumidores, desde un espumoso natural de moscatel de baja graduación a un gran reserva de La Rioja o de Valdepeñas suave y pulidito (y que no cuesta más que una botella de ginebra) pasando por esos tintos modernos con explosiones frutales que embelesan los sentidos. Amén. ¡Que así sea!

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Claves de vinos y apreciación sensorial

Sobre el autor

Sólida formación como docente en Cursos de Análisis Sensorial de vinos y otros productos agroalimentarios; dilatada experiencia en servicios de alta gastronomía; disfruta transmitiendo su pasión por el mundo del vino y su cultura. Desde 2001 colabora en ayudar a descubrir lo fascinante del uso de los sentidos para gozar plenamente del los vinos y gastronomía en La Rioja. Director de www.exquisiterioja.com


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