Con el otoño sucede como con el orgasmo: todavía no tienes resuelto el que te traes entre manos y ya estás añorando el próximo. Cosa por otra parte nada más simple: sencillas ansias de vivir.
El otoño es en La Rioja un tiempo mágico de verdad. Quizá, sí, por la belleza inmensa del paisaje preñado de viñedos recién vendimiados, que claman al cielo por los frutos que les han arrebatado; y lloran las cepas con lágrimas multicolores de hojas caídas que perdieron la clorofila y no pueden soportar la tristeza del marrón uniforme. La naturaleza es así: sabe -aunque pretende ignorar- que el color no existe, que es mera ilusión óptica. Pero al regalar a los hombres la esperanza en forma de color verde, y el mórbido color morado cuasi negro de las uvas en sazón, está ejerciendo su otoñal labor de ofrenda para mantener la paz y el equilibrio entre las distintas formas de vida. De esta forma logra así mismo lo que todo ser vivo anhela: perpetuar su estirpe sobre la madre tierra.
Así la vid –inteligente como el resto de plantas que los humanos cultivamos- en realidad lo que hace es utilizarnos para cumplir su propósito de perpetuar y extender su especie.
No más que entremedias algo extraordinario sucede cada otoño: de la simbiosis convenida entre los azúcares queridos y las levaduras depredadoras surge el milagro del vino con su componente alcohólico pero pleno de fruta, además de la chispa de la acidez. Para gloria y riqueza de La Rioja.