Se me ocurrió el título de aquí arriba como forma de llamar la atención no más porque, la verdad, dentro de las bebidas alcohólicas, el vino es probablemente la bebida más diáfana.
Aparte de su misticismo (que lo tiene) y de su magia como producto insuperable de la metabolización de los azúcares de las uvas por las levaduras –con la consiguiente transformación de aquellos en alcohol y la liberación por tanto de sustancias precursoras de colores, aromas y sabores- el vino, a través de sus avatares, apenas es poco más que agua, tierra y sol en la copa. Pero es tanto más…
Uno asiste a mesas redondas, encuentros, ponencias, discursos o charlas en ferias de vinos y otros saraos vitivinícolas donde reputados enólogos, expertos, gurús y profesionales del ramo disertan… ¿sobre qué? Ciertamente sobre vinos, terrenos, elaboraciones y modos de venderlos mejor. Pero en general (hay excepciones, claro) encuentro tonos medrosos o pusilánimes, como falta de entusiasmo o de alegría a la hora de ensalzar el poder transmisor de placer físico e intelectual que el vino posee.
En realidad, lo que sucede es que se desestima el poder que – para los seres humanos- tiene la apetencia irreprimible por ingerir aquellos productos alimenticios esenciales que –en los albores de la humanidad- en la naturaleza se daban en mínimas cantidades, y por tanto han quedado grabados en nuestra herencia genética como deseables por necesarios; sustancias como los azúcares, las grasas, la sal, ¿el alcohol?
El alcohol puede que sea ese otro producto primigenio y escaso que el azar y la necesidad produjo mediante las fermentaciones de los azúcares de procedencia vegetal. Pero el alcohol del vino además ofrece mucho más: las sustancias sintetizadas por la cepa de la vid y guardadas en la parte interna del hollejo de la uva, que resultan ser la quintaesencia de lo que ofrece la madre naturaleza. ¡Ahí es nada!
Ya sabemos que el consumo de vino ha descendido a límites impensables en España y Francia; pero esa es historia que no vamos a tratar ahora.
No es sorprendente por otra parte que el consumo del vino de calidad esté creciendo en los países emergentes (ello es lógico pues partían de prácticamente cero). ¿Lo es entonces igualmente en los países de altos niveles de desarrollo económico, político y social? No necesariamente. Y no sorprende porque el acceso al consumo de vinos de calidad -igual que otros logros como son el acceso a la educación y a la cultura, a los servicios sanitarios, a internet, a la aparente facilidad en la movilidad geográfica- son factores de cambio íntimamente ligados a las aspiraciones que tenemos las personas por trascender en nuestras vidas; a la vez que intentamos procurarnos un presente mejor, más sentido y vivido.
¿Cómo sucede esto? Resulta infantil descubrir la causa, que nadie parece conocer. Es la imaginación. La imaginación es un potente motor de cambio para las mentes individuales que, asimilados los logros enunciados más arriba, dan rienda suelta a la misma con postulados mentales más abiertos; y hete aquí cómo los vinos -a diferencia de otras bebidas alcohólicas alienantes o productos dopantes- sí poseen un claro valor añadido no solo cultural sino de verdadero placer sensorial. Pues, no nos engañemos, en tanto en cuanto no nos roboticemos del todo, lo que de verdad logra la ingesta moderada de vino es dar en la diana de la verdadera esencia de lo que significa el sentido de la vida, cual es mantener a nuestros sentidos despiertos y entretenidos en su infatigable labor de ir descifrando los mensajes que constantemente les llegan del entorno.