Se dice que el alma pesa 21 gramos. Y yo voy y me quedo pasmado. O sea ¿que todos mis pensamientos, todas mis elucubraciones mentales, todos mis sentimientos, todos mis sesudos pensamientos concurrentes y recurrentes, todas mis dudas metafísicas y todas mis emociones juntas no pesan más de 21 gramos?
¡Menuda liberación! Eso ya lo barruntaba yo, y por ello hace tiempo que ando por la vida muy ligero de equipaje.
Aún así y de repente me siento más ligero y encuentro que, efectivamente, estoy viviendo mi vida en equilibrio y con coherencia.
Más o menos como sucede también en los grandes vinos. Cuando abres la botella y encuentras que hay equilibrio y coherencia en el discurso del vino que estás tomando.
Pero ¿cuál es el alma, el espíritu del vino? ¿Los alcoholes? ¿Los aromas? ¿Eso que llaman (o llamamos) mineralidad? ¿De qué arcanos depósitos extrae la cepa de la vid toda esa maravilla de sustancias polifenólicas? Que luego las levaduras metabolizan produciendo alcohol y liberándolas para que pasen al vino y nos produzcan tantas sensaciones agradables.
El espíritu de los aromas. Además de su utilidad infalible para testar la calidad, lo más característico de los aromas del vino es la naturaleza cambiante de los mismos, y por lo tanto su complejidad.
En cuanto al origen, recordemos que son las uvas en sus hollejos –junto a las levaduras cuando metabolizan los azúcares, liberando los compuestos aromáticos- quienes juegan un papel fundamental. Después vendrán los compuestos que se desarrollan tras las fermentaciones y el posterior período de crianza, oxidativa en depósitos de madera y reductora en botellas.
El carácter aromático varietal proviene de los ácidos y sus ésteres etílicos; de los terpenos en su fracción libre (aldehídos, alcoholes ) o glicosilada que se libera por vía enzimática; de los C13-norisoprenoides con sus familias de tioles volátiles, lactonas, fenoles y otros compuestos (azufrados, carbonílicos, nitrogenados) volátiles que resultan en notas frutales/florales/vegetales muy significadas.
Los alcoholes -¿el verdadero espíritu del vino?- obtenidos en la fermentación, por su relación con aminoácidos y ácidos cetónicos, generan y vehiculan esos aromas mencionados característicos con el socorrido “olor a vino” con sus descriptores de notas, sobre todo frutales, que se detectan claramente en todos los vinos jóvenes en función de su cantidad, intensidad y calidad.
Con la conversión maloláctica el vino gana matices lácteos propios de la misma; luego, durante la estancia en barricas de roble con las duelas tostadas, se ceden aromas muy particulares (lactonas, vainillinas, guaicol, compuestos furánicos y piránicos) cada cual con sus correspondientes descriptores: especiados, tostados, humos, caramelos, etc. Posteriormente en botella, al abrigo del oxígeno, los ésteres reaccionan y se pierden poco a poco los aromas frutales, al tiempo que se van polimerizando distintos componentes aromáticos y se forman moléculas más complejas que dan lugar a los aromas impacto que son los que al final distinguen a los grandes vinos.
Todo ello podía ser considerado el espíritu del vino. Y efectivamente su peso es mínimo. Pero en realidad –y como no podía ser de otra manera- el verdadero espíritu (si es que existe tal) es, una vez más, el de la persona que toma el vino y levita (ligero de peso) de puro éxtasis mientras lo está disfrutando.