Como otras grandes compañías del sector de las comunicaciones, Google, Yahoo y Microsoft han desembarcado en Pekín y Shanghai intentado hincar el diente en el descomunal mercado chino. Además de desplegar un ejército de altos ejecutivos y hacer una inversión mareante, han debido acomodarse a las reglas de aquel país. Estas exigencias incluyen aspectos como comer el rollito de primavera con palillos, no hacer ascos al tofu y un pequeño detalle consistente en censurar los contenidos que ofrecen, los resultados de sus motores de búsqueda, las noticias generadas.
Steve Ballmer, un tipo con el que usted nunca coincidirá en la calle Laurel tomando pinchos porque sus obligaciones como sucesor de Bill Gates se lo impiden, justifica esta coyuntura con un curioso argumento. Una gran empresa sólo tiene dos posibilidades ante esta coyuntura: estar o no estar. Echando cuentas, el resultado no puede ser otro que estar allí, y eso supone acatar las condiciones que impone el Gobierno comunista viene a decir Ballmer con total naturalidad. Un razonamiento que se vende por el mismo precio junto a la idea de que la actuación de su firma ayudará a la la mejora económica del país y ello traerá bienestar, y el bienestar más cultura, y la cultura libertad.
¿Por qué no desembarcar con el mismo ímpetu en Sudán, Cuba, Albania o Guinea? Los 1.300 habitantes/consumidores y el frenético ritmo de crecimiento de China tienen la respuesta. O lo que es igual: la libertad de expresión tiene un precio. ¿Imagina que el periódico que usted lee cada día aplicara el mismo criterio? Que por un buen puñado de euros se plegara a contar la mitad de las noticias. Lo que en un caso sería una flagrante falta de ética, en el de Microsoft es cuestión de logística financiera planetaria.
Voy a mandar un e-mail a un compañero de clase que ahora trabaja en Liaocheng para decirle que todo eso me parece inconcebible. Aunque, ahora que lo pienso, no creo que le llegue.