“Sería tan amable de atenderme unos minutitos y responder a unas preguntas de nada». El abuelo Tasio jamás debió decir que sí. Nunca tendría que haberse parado en mitad de la calle ante aquel mocete que mordisqueaba nerviosamente el tapón del boli mientras asía un fajo de folios repletos de casillas bajo el brazo. Como lloviznaba y tenía las prisas justas, accedió. Le invadió una sensación de lástima por aquel chaval que se daba un aire a su nieto. Así podría -pensó para sus adentros- ayudarle a ganarse unos euros.
El encuestador abrió fuego sin preámbulos: ¿Votó a fulanito de tal en las anteriores elecciones? Fue lanzarle la pregunta y descubrir que estaba atrapado. Aquello no era una encuesta de pichiglás sobre gustos televisivos o hábitos alimentarios, sino un sondeo político. No había escapatoria. A la primera interrogante le siguió una catarata de cuestiones del mismo pelo: ¿considera al partido tal capacitado para gobernar?, ¿juzga que el político cual es el más honesto?, ¿cree que los unos mejorarán la sanidad? ¿piensa que los otros empeorarán la economía?.
El yayo, que es perro viejo, regateó lo que se le venía encima con un «perdona chaval, pero llego tarde a mi cita con el urólogo». «Pon a todo que sí», le indicó mientras se alejaba calle abajo. Casi sin transición, otra moceta con pinta de estudiante aplicada le cerró el paso con un reclamo: «Sería tan amable de atenderme unos minutitos y responder a unas preguntas de nada». Tasio le dejó con la palabra en la boca: «Pon a todo que no», dijo. Y se escapó por fin, mientras la chiquita tachaba afanosamente todas las casillas del ‘no’.
A la semana siguiente, mientras apuraba un descafeinado en el hogar del jubilado, el abuelo ojeaba el periódico. En letras gordas aparecían las resultados de una encuesta política. Todos los partidos sacaban punta a su favor de los porcentajes. Todos los líderes hacían sesudos análisis y se arrogaban el profundo sentir de los riojanos.