El Hospital San Millán ya tiene un diagnóstico definitivo: demolición.
    Cuando la retroexcavadora tire sus muros, caerán con ellos miles de noches en vela de los familiares que se clavaron los muelles de los sillones de escai marrón que decoraban las habitaciones. Esos donde el acompañante del enfermo pasaba las horas sin luz pendiente de que el gotero no se atorara o la bacinilla estuviese presta para recibir los orines del paciente.
    Eran noches infinitas. Jornadas en vela donde las horas no las marcaba el reloj, sino la rutina del personal sanitario. El zumo (o la leche) de las 10, el cambio de turno de las 12, el termómetro de las 2, el nolotil de las 4, la visita de los celadores a las 6, el desayuno de las 8. «Qué buena cara tiene esta mañana», mentía la enfermera que inauguraba el nuevo día.
    La pseudovida nocturna en el interior de las habitaciones del San Millán tenía otra paralela que discurría por los pasillos del hospital. Cuando el enfermo conciliaba el sueño, su velador tenía la ocasión de escapar unos minutos hacia los fluorescentes. Deambular hasta la sala de espera y dejar correr la sangre acumulada en los tobillos entumecidos. Incluso antes de que la persecución a los fumadores se generalizara, existían puntos de encuentro furtivos donde echar cuatro caladas sin que se disparan las alarmas. El alféizar de una ventana de la séptima planta, la gatera del cuarto de baño de hombres en Medicina Interna. ¿Tienes fuego?, le preguntaba un zombi de ojeras agudas a otro junto al despacho del jefe de servicio. Noches terminales. Historial clínico de agonías.
    Con el nuevo San Pedro recién abierto, la Consejería ha previsto un concurso de ideas para definir qué construir en el viejo San Millán. Si antes abren otro concurso de ideas para decidir cómo destruirlo, yo tengo: dar piquetas a cada uno de los que pasaron esas noches en vela y que revienten ellos mismos los sillones de escai donde se dejaron la espalda, el dolor y la mala sangre.