Alguien se sienta en la banqueta de al lado mientras usted está tomando un pincho en la barra de bar. El improvisado compañero de almuerzo pide un café y, al llevárselo a la boca, se le derrama embadurnando su flamante traje gris marengo. Mientras se aleja al baño para arreglar el desastre entre juramentos, usted sabe que el damnificado saldrá al ratito y le dirá al camarero con malos modos: «Podrías avisar de que estaba abrasando». Y, efectivamente, el ejecutivo abandona el lavabo con su lamparón en la entrepierna y espeta al chico de la barra: «Podrías avisar de que estaba abrasando».
    Acaba de experimentar un déjà vu. Una situación que presiente haber vivido ya antes. Una reacción que, sin saber muy bien cómo o dónde, ha presenciado en algún otro momento. La misma que estoy percibiendo estas semanas desde que se anunció el cierre de la planta en la Bahía de Cádiz. Ya me acuerdo: fue en Elextrolux.
    Primero, la multinacional deja caer las dificultades de producción en un mercado globalizado ante el presión china. La dirección anuncia luego muy a su pesar el cierre irreversible de la fábrica. A renglón seguido, los trabajadores toman las calles indignados (los gaditanos con mucha más vehemencia) y los sindicatos juran y perjuran que esto no va a quedar así, que la empresa está obligada a cumplir su responsabilidad social.
    El siguiente acto lo protagonizan los políticos fotografiándose con los afectados y prometiendo no sólo que nadie se quedará en la calle, sino que nacerán muchos más puestos de trabajo de los que mueren. ¿Cuántos eran allí? ¿1600? Pues habrá 3.000. ¿Cuántos eran aquí? ¿500? Pues llegarán 1.000.
    La solución es reindustrializar la zona con una gavilla de firmas de las que no pueden dar el nombre pero sí el sector. Una es de ingeniería, otra produce biodiésel, la tercera fabrica acero y la de más allá (glups) placas solares. Atentos: ahora aparecerá un tal Forero y, si falla, llegará el señor Jason. Pisha, dales recuerdos de mi parte.