Mi relación con el parque (los parques) ha cambiado sustancialmente. De punto de encuentro para jugar a las canicas y rasparme las rodillas con la gravilla, pasó con el transcurso de los años a ejercer como ágora de historias juveniles. Relatos fantásticos cuya verosimilitud iba decreciendo en la misma proporción que aumentaban las litronas compartidas sobre el respaldo de los bancos.
Mi vinculación ha resultado tener forma de bucle. El tiempo ha dictado que deba volver al parque para ver cómo se raspan otras rodillas: las de ese cachorro de apariencia humana que a veces dice papá. El barrizal que antes definía el perímetro de la zona de juegos es ahora una mullida capa neumática que acolcha los golpes. Los columpios herrumbrosos se han trasformado en sofisticados artilugios para estimular la psicomotricidad, y las canicas… Las canicas han muerto.
Lo que sigue inmutable al paso de las décadas es la figura del padre perdonavidas. Ayer mismo me topé con un ejemplar. Desde la atalaya donde vigilo en silencio los traspiés de mi chiquillo, observé cómo otro era abordado por uno dos palmos mayor que tuvo la osadía no sé bien si de echarle arena sobre la cabeza o colarse en la fila del tobogán. Como si le hubieran encendido una mecha, el padre perdonavidas saltó a la arena y se agachó para ponerse a la altura del infractor. No era una actitud de reprimenda, sino de fuerza bruta. El dedo índice amenazante, como un cuchillo jamonero, apuntaba a la cara del chiquillo. Y el chiquillo, viendo a dos milímetros la uña negra y esa boca grotesca que seguramente le decía que la próxima vez le daría una hostia que le dejaría tonto.
Satisfecho de su ejercicio de justicia, el perdonavidas se retiró. No tuve tiempo para hablarle de bucles, de que la estupidez perdura y de que a ese chaval al que había hecho mearse de miedo crecerá mientras él va encorvándose y a lo mejor, una noche oscura, dentro de años, vuelven a encontrarse en el parque.