Siempre he mantenido la sospecha de que los encuentros donde se citan altísimos dirigentes y los entes que se arrogan algún objetivo de alcance mayúsculo son tan costosos como inútiles.
El recelo se ha confirmado al ver que la noticia más escalofriante que ha transitado estas semanas por la actualidad ha merecido apenas unas pocas líneas en no todos los periódicos. El sujeto es esa organización de las Naciones Unidas para las Alimentación y la Agricultura llamada FAO, y el verbo que conjuga continuamente la información es despilfarrar.
Mientras 854 millones de personas en el mundo no tienen nada que echarse a la boca ni en estas entrañables fechas ni durante el resto del año, la entidad encargada precisamente de revertir esa situación deglute el 85% los más de 630 millones de euros de su presupuesto en pagar a 3.600 funcionarios. Los estudios que genera también se tragan otro buen bocado del pastel: mil euros por minuto, según las previsiones más bondadosas, le cuesta la producción de estadísticas, memorias y análisis encaminados a identificar el hambre que ellos mismos alimentan. Los consejeros de la organización cobran en total 115 millones, y las 40 salas disponibles en las que, con suerte, se celebran uno o dos encuentros semanales presentan una factura anual de 1,8 millones.
Lo más terrible de la noticia es dónde la encontré. Estaba a los pies de un contenedor, en las páginas interiores de un periódico pasado de fecha que alguien había intentado tirar a la basura. El diario envolvía las las cáscaras y los desechos de, a la vista de la cantidad y la calidad de la comida sobrante, alguna celebración de fuste. En el papel, lleno de grasa, aún se entreleía también en descargo de la FAO que es un estudio de la propia organización mundial el que ha sacado a la luz este despilfarro. Se me hizo un nudo en el estómago al pensar cuántas bocas se podrían saciar con el coste de ese informe y la comida tirada dentro de aquel contenedor.