La semana pasada entré a comprar en un chino. En una tienda regentada por (supongo) inmigrantes chinos, ya me entiende usted.
Sé que así he contribuido a aumentar la presión con que los mercados asiáticos asfixian la economía mundial. Reconozco que detrás del made in china habrá quizás alguna tétrica lonja en el barrio más lúgubre de Shanghai donde familias hacinadas trabajan 24 horas al día por cuatro míseros yuangs, pero… En mi descargo declaro que tenía prisa. Y, sobre todo, que sólo buscaba un simple e inocente papá noel. Uno de esos que cada vez que das al ‘on’ mueve el culo al tiempo que suena una melodía kitsch y en sus ojos se encienden lucecitas de colores que, misteriosamente, fascinan a los críos.
Pagué 28 eurillos por él. No recibí ticket alguno, y sólo cuando puse cara de besugo la dependienta me alcanzó con desgana una bolsa de plástico reutilizada para guardar el muñeco. Antes de llevármelo, eso sí, se cercioró con una batería de quita y pon que el culo del papá noel se agitaba, la música sonaba y las luces brillaban. «Hasta plonto», me dijo al salir después de negarme a comprar también allí un paquete de pilas.
Cinco minutos y cien metros después, cuando lo desenvolví en el salón de mi casa, el flamante regalo era ya material de derribo. Las pilas que le puse (alcalinas, patrias, nuevas) no activaron ni bien ni mal el bicho y su cabeza rodó por el parqué en cuanto lo giré para comprobar las conexiones.
Volví al chino con el guiñapo. No hizo falta decir nada para que la dependienta mutara la cara de amabilidad por un hosco rictus, mientras repetía ante las decenas de clientes que pululaban por la tienda «juguete bueno, juguete bueno; no mi culpa, no mi culpa; tú romper, tú romper». Abrumado, lo único que se me ocurrió para recuperar cierta dignidad fue abonar dos euros más por las pilas que había rechazado por la mañana. Un papá noel decapitado descansa desde entonces en mi trastero cantando jingle bells.