Si no existieran inmigrantes habría que inventarlos. Y si no hubiera ninguno aquí, traerlos de fuera. Definitivamente dan un toque de internacionalidad a las sociedades más casposas y, como el más versátil de los comodines, sirven lo mismo para un roto que para un descosido en función de cómo soplen los vientos económicos.

Cuando hace dos días todos éramos universitarios aspirantes a funcionario o directivo (de lo que fuera) con una blackberry de última generación y nadie quería mancharse los zapatos en una zanja, los inmigrantes eran la gasolina que empujaba la locomotora. Cuando nadie se rebajaba ya a pasar diez horas al día (sábados y festivos incluidos) detrás de la barra de un bar, los extranjeros suponían la panacea. Cuando tanto bienestar nos quitaba el tiempo y la paciencia para cuidar de nuestros viejos, ellos agarraron al abuelo por los hombros para pasearlo al sol. Fueron los mejores encofradores; los recolectores más eficaces; los únicos dispuestos a hacerse cargo de todo sobre lo que la sociedad de la opulencia había decidido delegar.

Ahora que la Bolsa tirita y el ladrillo se hace barro, los inmigrantes siguen teniendo una función medular. Siguen siendo igual de importantes, pero esta vez como responsables recurrentes de todos los males. Si las urgencias está colapsadas, es que ellos las usan en exceso. Si vas a una cafetería y no te sirven una tostada con mateca, será que el camarero no tiene pedigrí. Está descartado que la sanidad esté mal organizada o necesite más personal. Ni pensar que ese bar de toda la vida en el que ya no ponen desayunos como los de antes habría tenido que cerrar hace tiempo si ningún inmigrante hubiera aceptado ponerse a la faena.

Si no existieran inmigrantes habría que inventarlos. Para echarles la culpa de todo. La culpa hasta de esta columna. Una columna que no la ha escrito el que figura arriba. Que la ha escrito un negro. Con perdón.