Hace años que mi coche dejó de ser un coche. Exactamente los mismos que yo dejé de ser yo.
Mi coche tenía antes la apariencia de un modesto peugeot de color azul metalizado con un armazón de chapa, cuatro ruedas y un volante que trasladaba sin rechistar a sus ocupantes de aquí para allá. En aquel tiempo su dueño era un torpe conductor que, de vez en cuando, se acordaba de él para salir de viaje y pagar las multas.
Hubo un día (no sabía precisar cuándo) que al activar el contacto caí en la cuenta de que el coche había sufrido una metamorfosis. Se había convertido en un compacto ataúd. Con todos los extras, eso sí: climatizador bi-zona, asientos tapizados, dirección asistida. En ese mismo instante yo había perdido mi humanidad para transformame en estadística. Aunque respiraba, sudaba y moqueaba, había dejado de ser persona. Al mirarme en el retrovisor sólo veía un número. Una cifra. Un porcentaje.
Fue ponerme en carretera y constatar esa impresión. Los paneles luminosos de la autopista no me deseaban buen viaje. Entre flases, los cartelones iban recordándome simplemente que el año pasado hubo más de cien muertos. Unos metros más allá me advertían del peligro de incumplir la distancia de seguridad, y a continuación apuntaban los daños cerebrales que podría tener un choque frontal en caso de no llevar el cinturón de seguridad.
Al llegar a mi destino, tembloroso, un político se felicitaba de que esta vez hubieran muerto 63 personas. Sólo 63 en vez de más de un ciento. Lo que en un atentado hubiera sido una masacre, en la carretera resultaba un éxito. No se lo decían a las familias de esos 63 conductores y pasajeros. Se lo decían a sí mismos. A los contadores de números. Y yo, quizás el único guarismo capaz de tragar saliva, sólo deseaba que cuando alguna vez ese político descargue toda la pirotecnia de felicidad porque haya quedado muerto en la cuneta sólo uno, ese número no sea el mío.