La buena noticia de esta semana para usted y para mí que habitamos La Rioja de la excelencia y una sociedad occidental instalada en la opulencia es que estamos vivos. Yo he podido escribir esta columna y usted leerla.
Quizás le parezca poco bagaje para siete días. Migajas. Una propina rácana después de haber disfrutado de unas merecidas vacaciones en Salou y, con un poco de suerte, ilustrar el vermú dominical que posiblemente estará tomando ahora mismo con unos calamares rebozados.
Sin embargo, debemos estar contentos. El Large Hadron Collider (Acelerador LHC, quiero decir) ha empezado a funcionar y la tierra no ha estallado. El artilugio, un avanzadísimo tecnológicamente túnel de 27 kilómetros de circunferencia instalado en las entrañas de Ginebra y cuya construcción ha costado 5.000 millones de euros, está en marcha y el universo sigue aquí. Había quien lo dudaba. Futurólogos que vaticinaban que, una vez iniciados los experimentos consistentes en colisionar protones, el LHC generaría un agujero negro capaz de tragarse el mundo y originar una masa extraña que convertiría el planeta en una estrella sin vida. Que llegaría, en definitiva, el apocalipsis. La muerte. La nada.
Unos kilómetros más al sur, en los países donde la gente no tiene que sufrir la subida de las hipotecas ni el encarecimiento de los alimentos básicos, simplemente porque no tienen casa ni nada que comer, la noticia les ha llenado de desconsuelo. Su esperanza consistía en que los peores augurios se confirmaran y el Large Hadron Collider acabara con ellos. Que el mundo explotara y les confirmara que, a pesar de lo que creen, aún no están muertos.