Váyase a pasear por El Espolón. No es un desplante ni un consejo de salud cardiovascular, sino una sugerencia para animarle en estos días grises por mucho sol que haga. Allí se encontrará (mejor dicho, se mezclará) con las esculturas del autor valenciano Manolo Valdés y, si le sucede igual que a mí, podrá experimentar una extraña sensación de confort y saborear una parte de la ciudad más que inventada, reinventada.
Es como si las piezas instaladas en el lugar más emblemático de la ciudad siempre hubieran estado allí. Como si esa fuera su ubicación natural. Como si la Concha, los plátanos del paseo, el caballo del Espartero y hasta los leones que yacen en la fuente hubieran adoptado una versión mejorada de sí mismos gracias a unas esculturas que, a pesar el bronce que recorre sus orondas figuras, contagian un estimulante calor otoñal.
Su presencia, para que me entienda, provoca el efecto inverso al de esos ositos gigantes que un día invadieron la Gran Vía. Aquellas presuntas obras de arte que parecían cicatrices de colores en el corazón de Logroño y que, por esa falta de autenticidad, una mañana aparecían derribadas y a la siguiente garabateadas o mutiladas.
Con la obra de Valdés sucede todo lo contrario. También ellas llaman a ser descubiertas. Se dejan fotografiar, algunos hasta las abrazan, y en vez de impedir el paso habitual abren nuevos senderos por El Espolón de siempre. El contacto del público es tan respetuoso y cómplice que hasta dan ganas de pensar que no forman parte de una exposición itinerante, sino que seguirán ahí cuando la grúa las levante y se las lleve a otra ciudad.