Lea esta columna. Y la información de aquí al lado.
Y la de la página siguiente. Y la anterior.
Lea el periódico de cabo a rabo pero, sobre todo, hinque la nariz en sus páginas y huélalas a fondo porque puede que sea una de las últimas ocasiones que tenga de saborear ese raro aroma.
Justo cuando el diario cumple 120 años rebrotan los augurios más pesimistas que vaticinan el final de la prensa escrita. Los gurús del periodismo –esos que rara vez han pisado una redacción y presagian defunciones igual que recetan resurrecciones– pintan el futuro negro como la tinta: el papel es caro, la publicidad escasa, los lectores exigentes y los redactores un mal cada menos necesario para rellenar los huecos que dejan los anunciantes. El futuro, sentencian, está en internet. Muerte a los kioscos; que viva el ADSL.
Cuando llegue ese Apocalipsis, un puñado de escribanos se irá a la calle y la información será como el agua –insípida, incolora, inodora– para poder diluirse en la red entre insultos de anónimos cobardes. Los abuelos para los que un ratón es sólo un roedor no podrán ver las esquelas ni las crónicas de Titín, y los funcionarios ociosos no sabrán qué leer hasta que llegue su hora de salida.
Pero serán otros los que más sufran cuando esto se evapore. La oposición dejará ya de decir que vuelve a fracasar por manipulaciones ajenas y el Gobierno perderá otro escaparate para hacerse onmipresente. Los mediocres que pierden el culo por salir en la foto entrarán en depresión, y los políticos dejarán de escudarse en que losdelarioja son unos asquerosos fachas o unos rojos de mierda. De esos que comen chucherías o, vete a saber, escupen quincalla.