Cegado por las exaltaciones de la lectura y los puestos desbordantes de títulos que florecen estos días a las puertas de las librerías, esta semana me decidí a comprar un libro. Uno cualquiera: ni demasiado conocido ni excesivamente maldito. Un libro que no hallé en el amasijo multicolor de best sellers, manuales de autoayuda, borisizaguirres y pilas enteras con las dos últimas entregas de Stieg Larsson que ocupaba la mitad de la tienda a la que entré y que me obligó a pedir la ayuda del dependiente.
Quien me atendió no fue uno de esos libreros de ojos desgastados que desprenden el olor a papiro viejo y almacenan en su cerebro todas las referencias literarias de los últimos veinte siglos. Al otro lado del mostrador había un chaval con un piercing en el labio que, después de deletrearle (varias veces) el nombre del autor, se limitó a introducirlo en el ordenador e informarme con desgana de que no disponían del libro en su catálogo pero podía solicitarlo a la editorial para facilitármelo «más o menos» dentro de quince días.
Mientras aguardaba el veredicto, sobrevoló a mi lado el espíritu de la ministra de Cultura y su diagnóstico ante Marsé de que el público no va al cine porque se descarga las películas por Internet. Me dirigí entonces a la montaña de los títulos más vendidos y escogí uno al azar. Aún no lo he leído. Sólo quiero guardarlo. Conservarlo a modo de reliquia junto a mis cintas Beta y VHS para cuando, como pronostican los gurús, el libro electrónico se imponga y el papel sea un bien raro porque todos los chavales se bajan las obras completas de Joyce, Proust, Oé y Bulgakov para devorarlas en el recreo.