Confiéselo ahora que nadie le mira mientras está leyendo estas líneas: también usted ha sido cómplice (si me apura, hasta protagonista) de una despedida de soltero en algún momento de su vida. Alguna vez se habrá puesto una de esas ridículas camisetas alusivas a la calvicie del novio o las tetas de la novia y se ha embarcado con otros conocidos en una furgoneta alquilada hasta una ciudad ajena. Primero quizás de mala gana y al enésimo cubata totalmente integrado en ese hábitat, habrá entonado con la garganta rota canciones de fraternidad mientras bailaba (aunque usted nunca baila) sobre los altavoces de la única discoteca abierta a las tantas de la mañana. Y habrá aprovechado ese entrañable instante para decir a un amigo/a lobuchoquetequiedoaunqueargunaveshemosdizcutido, hip!.
Ahora que es un hombre hecho y derecho, una vez que se ha convertido en una responsable madre de familia, las cuadrillas que continúan con esa tradición tan cutre le parecen un puñado de apestados sin gracia. Y como no se emborrachan como hizo usted en una ciudad lejana sino que pasan a voz en grito por debajo de su casa, le parecen algo execrable como si Logroño fuese el único lugar del planeta donde aterrizan las despedidas de soltero.
Aunque dejen miles de euros aquí habría que prohibir las despedidas, sí. Y también las fiestas salvajes de los quintos; y que los forofos destrocen el mobiliario cuando su equipo gana; y que los chavales votimen su botellón por las aceras. Y sí, también hay que poner más agentes en la calle Laurel. Pero no Policía Local, sino una policía del buen gusto que informe de lo rancias y trasnochadas que son esas celebraciones.
Foto: Juan Marín