Hay veces que mi cerebro está funcionando de forma rutinaria y, de pronto, hace click. Es como si las avenidas neuronales que surcan el interior de la cabeza sufrieran un apagón repentino. Imagino entonces una mano extraña y cabrona que hubiera estado toquiteando el cuadro de mandos que debe haber instalado detrás de mi frente y, de improviso, corta con unas tenacillas el cable verde que suministra energía al resto del yo.
Suele sucederme en situaciones insospechadamente cotidianas y grises. Mientras estoy comiendo, en una conversación de café, frente a la televisión. Cuando eso ocurre, me sobreviene una avalancha de tristeza y puedo seguir masticando un filete, hablando con mi interlocutor, atendiendo las palabras del presentador de los informativos con el mismo rictus que una fracción de segundo antes como si nada hubiera pasado. Sin embargo, todo por dentro está encharcado de pena.
El último episodio de ese raro fenómeno lo he registrado esta semana mientras hacía algo tan banal como leer el periódico. En una página había un brazo ensangrentado que asomaba por entre toneladas de cascotes y ruinas. Era un brazo negro rebozado del polvo blanco que ha levantado el terremoto de Haití. Por el tamaño, parecía el de un niño. Quizás el hijo de una mujer que en la foto contigua gritaba desesperadamente entre una pila de cadáveres mutilados. Más adelante, el dichoso calendario de Logroño seguía llenando líneas de polémica absurda. Aún no se cuál de las dos noticias me provocó el cortocircuito.
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