Perdone, abuelo: ¿Sabe de algún sitio donde podamos picar algo? La pregunta lanzada a bocajarro deja al yayo Tasio noqueado por un instante. Quien le interroga con amabilidad de beato es una mujer de mediana edad ataviada con un chándal del Decathlon y un enorme plano que se rompe por las costuras. Detrás de ella, el que intuye que es su marido (riñonera en la cintura, cámara digital al cuello) subraya la petición con una sonrisa. Al abuelo no le pertuba tanto la cordialidad de las palabras que acaba de escuchar como el lugar donde se pronuncian. A la entrada de la calle Laurel la frase suena entre absurda y retórica, pero Tasio se pone en el lugar de los turistas y les relata con la diligencia de un camarero de chiringuito la retahíla de bares y especialidades que pueden encontrar unos pasitos más allá.
Abducida por el encanto rural yayo, la pareja se atreve a preguntarle qué pueden visitar después de la pitanza. Tasio se envalentona y convertido en brújula humana apunta primero hacia la Gran Vía. Cuando va a abrir la boca cae en la cuenta de los boquetes que verán, así que gira hacia el dedo hacia la plaza de San Agustín. Le viene entonces a la cabeza el decrépito edificio de Correos y el Museo eternamente cerrado, con lo cual mira más allá, hacia las profundidades del Casco Antiguo pero no halla entonces qué solar, qué andamio o qué agujero darles como referencia. Antes de defraudar a los visitantes, Tasio sentencia: «Si gustan, les invito a tomar un vino en mi casa».