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Aquel 12 de mayo del 2003 fue un día especialmente luminoso. El sol relucía a rabiar y todos se habían echado unas gotitas de gomina para brillar en las fotos. También resultó una jornada esplendorosa para La Rioja: la región, por fin, tenía aeropuerto. La comunidad superaba todos sus complejos de medianía, Agoncillo por fin saldría en las pantallitas azules de las grandes terminales del planeta. La inauguración de las instalaciones estuvo a la altura de aquel hito. Pasaron Aznar, Cascos, un montón de consejeros y secretarios de Estado. Yo mismo registré entonces una leve inflamación de orgullo riojano y, como en esas películas donde al protagonista moribundo le suceden por la cabeza los episodios más gozosos de su vida, cerré los ojos y me vi en el futuro trasladándome de Tokio hasta Reikiavik desde mi pueblo sin sufrir las hostilidades de Barajas. Por un tiempo pareció que el sueño era real. Llegaron los vuelos a Madrid, luego a Barcelona. Más tarde los chárter estivales hacia las islas. Hasta fue posible volar a Alicante, Sevilla y Málaga. Pero como las flores, el aeropuerto se ha ido marchitando. Los aviones fueron evaporándose y, los pocos que se mantienen, casi nunca cumplen el horario.
Lo que
queda hoy es un mamotreto caro e inútil. El
símbolo de una crisis que, a falta de actividad, podría reconvertirse en un rancio museo para recordarnos aquel tiempo en el que todos nos creímos ricos y quisimos tocar el cielo.