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Teri Sáenz

Chucherías y quincalla

Septiembre en enero

Los Enemigos están aquí. Otra vez. Cuando algunos acariciaban sus viejos discos como piezas de anticuario que nunca volverían girar, el grupo regresa. Un poco para reivindicarse a sí mismo, un algo por ganar dinero y un mucho para recuperar el hueco en la música que otros intentan ocupar sin tantos méritos ni kilómetros en la mochila.

Han escogido como primera parada en ese viaje de vuelta una parada en la que ya se apearon. Ese primer festival del año que pronto dejará de ser el primero de ningún año. Pasaron por el Actual a primeros de 1996. Subieron al escenario con un perro que bostezaba entre los decibelios y la mayoría de las canciones de esa santísima trinidad que componen ‘Un tío cabal’, ‘La vida mata’ y ‘La cuenta atrás’. La misma cazadora raída de siempre; la garganta tan rota como de costumbre; los ojos mirando hacia dentro. Junto a ellos, otros nombres ilustres pero sin tanto abolengo ya entonces como 1.000 Dolores Pequeños, Intronautas, El Inquilino Comunista o Parkinson DC. Estandartes de una escena indie que ahora duerme en los manuales de arqueología y entre los que Los Enemigos tampoco encajaban. Porque nunca encajaron en nada. Ni con nadie. Excepto consigo mismos.

Cuando parecía que alguna de sus canciones sonaba más de la cuenta y por fin iban a pegar un brinco a la fama, un pinchazo les apeaba del gran premio final. Pero para los devotos de Josele Santiago, esa sensación de eterna promesa frustrada formaba parte del encanto. O al revés: del desencanto congénito a un cantante aficionado a vivir siempre en el filo de todos los precipicios. Ganar no era un verbo que los madrileños sabían conjugar. Su gimnasia consistía en perder. Cada día. En todas las notas.

 

 

Cuando el grupo anunció su separación no hubo ningún terremoto. Nadie se sorbió las lágrimas. A pesar de una trayectoria de largo recorrido cuajada de discos redondos y alguna canción inmortal, Los Enemigos nunca pelecharon entre el gran público. Pero los que en esos años fueron abrazando su catecismo jamás dejaron de comulgar con ellos. Si los feligreses no se inmolaron fue porque Josele seguía vivo. Que no es poco. En su doctorado de músico maldito cumplió los mandamientos del exceso y derrapó al borde de todos los cementerios. De sus excursiones por abismos exóticos o los que se topaba en la barra de un bar se traía como souvenir poemas soberbios a los que casi siempre ponía notas de rock. O de blues. O de simple pop.

Era sólo cuestión de tiempo que Josele Santiago volviese a las andadas. Su cabeza es una olla en permanente ebullición que cada poco necesita destaparse. El regreso de Los Enemigos tras el paréntesis en solitario de su cantante es la resurrección de quien nunca murió. La vuelta al escenario de ese al que se le hincha la vena cantando que allí todo brilla, que allí todo encaja bien, que en esta orilla yo no hago pie. Recitar de nuevo los viejos versículos de Los Enemigos y recordar que este concierto o el de mañana puede ser el último. De verdad de la buena. Sin cortar.

Tampoco en esta etapa reventarán las listas de ventas, pero los creyentes seguirán poniéndole velas en el altar de los perdedores y preguntándose: ¿Por qué estoy frío si hoy hacer calor? Será que no es lo suyo esta competición. Será que todos los meses son septiembre. Será que es enero y Los Enemigos están otra vez aquí.


enero 2012
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