Si le sobran unos minutos le sugiero que se llegue hasta la Biblioteca de La Rioja, en Logroño. A la izquierda de la entrada principal, colgadas en las paredes de la sala de exposiciones, le esperan aún durante unos pocos días tres decenas de fotografías que recuerdan los 40 años de vida de Médicos Sin Fronteras. El reciento es modesto tirando a pequeñito, pero aún así la contempolación de la muestra suscita un cúmulo de sensaciones encontradas y oferta diferentes recorridos emocionales.
El más probable que puede usted tomar arranca con cierto placer estético por la composición y los protagonistas de cada instantánea, el encuentro con escenarios exóticos. Al poco rato, se vira hacia una especie de encogimiento en el pecho por enfrentarse a rostros desbordados de dolor o de una rara clase de alegría inocente y amputada. El camino prosigue, ya sin vuelta atrás, hacia un sentimiento de satisfacción egoísta al comprender que, por mucho que uno se queje de sus propios males, existen miles de personas en países que quizás no sepa ubicar en el mapa para quienes nuestras migajas serían un banquete. El final de la muestra está situado en un lugar indefinido próximo a Ruanda, Darfur, Myanmar, Yemen, Haití y El Salvador; equidistante entre violaciones masivas, inundaciones, meningitis, guerras, éxodos y hambruna colectiva. A la muestra, sin embargo, le falta una fotografía para quedar completa: el retrato, con cara de vergüenza, de cada uno de nosotros mirando siempre para otro lado.
Fotografía: Miguel Herreros