La Gran Vía de Logroño está enferma. Y de gravedad. Una patología que sufre desde que el PP cortó la cinta inaugural de su nueva vida como la matrona hace con el cordón umbilical de un recién nacido. El mal estaba en sus genes, y el paso del tiempo no ha hecho más que agravarlo. Basta con mirar su rostro adoquinado para verle las costuras ajadas, su empedrado podrido, las palmeras tan mustias como la luz de las faroles que jalonan todo el trazado. Recorrerla con el coche es sentir cómo se hiere al que hace tiempo está sangrando, y el conducir acaba reduciendo la marcha más pensando en no perturbar al paciente que en evitar sufrir a los amortiguadores. Cada bache es un coágulo; los parches improvisados aquí y allá, pústulas que supuran a cada rato.
Quien va a solucionar sus males ahora es el mismo médico que se los inoculó. Los restos de aquel equipo municipal que determinó, afilando un bisturí de oro, que había que renovarla la Gran Vía con cientos de aparcamientos en sus entrañas. O tal vez es que la construcción de cientos de aparcamientos llevaron a renovar la Gran Vía. Los mismos que agujeraron la piel Logroño para hacer parkings como punciones y que culminaron su obra con el paso de los Reyes y estatuas de osos de colores. O quizás eran reyes de colores y los que pasaron sobre el cemento todavía fresco fueron estatuas. Aunque la principal arteria de Logroño se cure, su memoria nunca cicatrizará.
Fotografía: Juan Marín