La disputa que mantienen (algunos) colectivos y sindicatos con la Consejería a cuenta de los recortes en la Escuela Pública empieza a mostrar signos preocupantes. Por ambas partes. Mientras Educación sigue enrocada y salpica el debate de dudas sobre intereses bastardos en las protestas, los movilizados parecen haber incurrido en una rutina de protestas con más efectismo mediático que voluntad de encuentro. Se antoja que debe existir algún punto intermedio entre la «absoluta normalidad» que defiende Gonzalo Capellán a pesar de los ajustes y el «caos» que, según las centrales, reina en la aulas. Lejos de limar diferencias, la distancia parece agrandarse día a día de forma que cada anuncio de un nuevo encuentro lleva ya escrito por a pie de página la ruptura anticipada.
Con todo, lo más inquietante es la deriva en la socialización del conflicto instando a no llevar a los niños a clase o valorando anular actividades mientras no se mejoren las condiciones. O al contrario: censurando que se tomen acciones de este tipo. ¿Desatenderá el médico a un paciente en protesta por los recortes en Salud? Es precisamente el músculo de la Escuela Pública lo que debe llevar a que su defensa se concrete en un sobreesfuerzo de quienes la integran para demostrar que invertir en ella es obligado. Que cada euro que se le arrebate es un derroche. Que los brotes de las camisetas verdes pueden germinar hasta en el cemento más duro del patio.