José María Aznar ha acabado devorando a José María Aznar. El paso de los años ha hecho que el expresidente ya no sea un expresidente, sino un personaje levemente parecido a aquel que gobernó España durante ocho años. Una figura que ha mutado el mostacho de las fotos tomadas en los ranchos de Texas por una casi imperceptible capa de pelo que reina entre su nariz y su labio superior, y que ha cambiado el gesto hosco de quien toma decisiones trascendentales por el chascarrillo y la anécdota que venden como churros su libro de memorias.
La presencia del Aznar escritor en Logroño confirmó esa metamorfosis del que se siente ufano de su trayectoria. “La vida me ha tratado bien”, confesó ante una audiencia rendida que acude a su llamada con una fe ciega lo mismo en un mitin en Las Gaunas que en el suntuoso salón del Círculo Logroñés. Entre el público, los mismos de siempre: las fuerzas vivas del partido y los nostálgicos de su gesto duro, pero también nuevas generaciones no se sabe si interesadamente obligadas a acudir ante el líder supremo – “querido presidente”, le llamó continuamente Pedro Sanz durante la presentación del acto- o encantadas de ver en directo al icono de la etapa más esplendorosa del PP.
Aznar ya no quiere ser Aznar. Ahora es otra cosa que a él mismo le cuesta definir. “Con 29 fui diputado, como 35 presidente de Comunidad, con 37 jefe de la oposición, con 42 presidente de España, con 51… profesor, viajero, estudiante de inglés…” dijo haciendo un repaso de sí mismo en el que no incluyó la intervención en la guerra de Irak ni otras oscuras decisiones de sí mismo y de su mujer –que a diferencia de él ahora no es Ana Botella, sino la alcaldesa de Madrid y sus recintos de fiesta- que también marcarán para siempre su biografía.
Por todo ello, Aznar se siente más cómodo en el juego de la curiosidad que en el de las declaraciones patibularias que, aún así, todavía se le escurren cuando nombra a ETA o los nacionalismos para regusto de sus devotos. Ese territorio donde nunca mancha el barro y que incluye “leyendas” como la de que prefiere el Ribera al Rioja. “Lo que me gusta es el vino español bueno”, contestó diplomáticamente a la insinuaciones de Sanz, a quien retó a visitar su bodega para comprobar que hay más vino de esta comunidad que de Castilla y León. Y eso, a pesar de que “antes recibía todos los años tres botellas de La Grajera que, de pronto, dejaron de llegar”. Nunca más volverá a pasar, le prometió Sanz al presidente.
Fotografía: Sonia Tercero