José Antonio Monago y su propensión a viajar compulsivamente a Canarias cuando era senador pagando (al parecer) unas veces de su bolsillo y otras veces con cargo a la Cámara Alta ha destapado mucho más que otro síntoma de la oxidación de un sistema político que levita por encima de las aceras mojadas. Más allá de la esfera privada que toca la actuación del ahora presidente de Extremadura, el episodio ha permitido conocer el procedimiento que rige entre sus señorías para moverse libremente y sin apoquinar por todo el país con la única justificación que su acta de parlamentario. Con matices y contadas excepciones, la reacción de sus compañeros en Las Cortes no ha sido apresurarse a sacar sin que nadie lo pida la relación de sus desplazamientos o incluso reclamar un cambio del procedimiento en aras a esa trasparencia tan invocada pero laxamente predicada en los últimos tiempos. Como el presidente del Congreso, el grueso de las reacciones han estado inflamadas de corporativismo aludiendo a que la cosa es así desde hace 1978, todo el mundo es bueno en el hemiciclo y sus señorías, abnegados currantes que pudiendo desplazarse en business lo hacen en clase turista. El principio de confianza, sin embargo, ha caducado. Todo se solucionaría con un simple registro de esos viajes, su coste y finalidad. Así nadie tendría que sorprenderse y facilitaría, de paso, calibrar el calado de su trabajo para valorar qué papeleta elegir la próxima vez que nos pidan a la gente a pie ir andando hasta la urnas.
Fotografía: Jero Morales (EFE)