El yayo Tasio se sabe cada día más viejo porque empieza a tener lagunas mentales. Los detalles que olvida son inocuos y tienen más que ver con lo que debe hacer hoy que con su pasado cuando era un mocete. El abuelo le da la importancia justa porque, como contrasprestación, con la edad también se está haciendo un poco brujo y es capaz de vaticinar cosas que ocurrirán en el futuro. Sabe a ciencia cierta, por ejemplo, que en breve alguien matará a tiros a alguien en Estados Unidos. En su cabeza anticipa con todo lujo de detalles como un joven aparentemente normal avanza por la calle con la misma desgana que podría ir a comprar una doble cheeseburger. Se detiene ante sus objetivos y les descerraja un tiro (o varios, la imagen se nubla ahí de interferencias) segundos antes de encabezar los informativos del universo entero. Lo que su sueño premonitorio no precisa del todo es dónde y sobre quién dispara. La imagen se difumina. A veces es en Massachusetts, Alabama, Columbine. En ocasiones acribilla a negros, metodistas o hasta compañeros de pupitre. En las visiones del yayo, el asesino coge del cajón de su habitación una pistola que le ha regalado su padre o ha comprado en la esquina de barrio antes de encaminarse hacia la masacre. El abuelo imagina entonces qué ocurriría si el homicida en potencia abriera ese mismo cajón y en vez de encontrar una calibre 45 se topara con un libro. Tasio, entonces, se acuerda de repente de que hoy es domingo.