La reforma del Estatuto de Autonomía es como esa vajilla de porcelana delicada y cara que la familia hereda de la abuela y se guarda en un armario acristalado para exhibirlo sin que se deteriore. El conjunto es tan pomposo y frágil que se decreta utilizarlo sólo para las grandes ocasiones. Cuando llega un evento de postín que invita a desempolvarlo, uno se pregunta que para qué sacarlo de su sitio si se puede resquebrajar y en realidad es incomodísimo. Finalmente se decide seguir usando el menaje diario de batalla, así que la vajilla permanece incólume en su rincón con la promesa de que el próximo aniversario se celebrará con un caldo de marisco servido en esa barroca sopera con su cacito a juego. José Ignacio Ceniceros acaba de proponer con la grandilocuencia que precede a una mayoría obligada que por fin se reforme el Estatuto. El anuncio tendría el sabor dulzón de la nueva política si no fuera porque Pedro Sanz hizo la misma declaración de intenciones en el 2004, la repitió en cada legislatura y siempre encalló en un barrizal de grupos de estudio, comisiones, ponencias, propuestas y acusaciones mutuas entre PP y PSOE con la excusa final de que ni había prisa ni era un asunto que la gente pidiera a gritos por la calle. Tantos años han pasado que asuntos capitales al inicio como si el texto debería definir La Rioja como nacionalidad histórica suenan anacrónicos ante la intención ahora de cambiar la Ley electoral o menguar el Parlamento. Será que esta vez sí. O quizás no. A ver si va a romperse algo.