El yayo Tasio quedó estupefacto el primer día que se topó con ellas. No es que dejaran entrever un trozo de su piel, es que estaban totalmente desnudas. Apenas un bizarro tocado en la cabeza y algún piercing en la barbilla. Y no eran ni una ni dos. El grupo lo integraban nueve mujeres, desde niñas apenas estrenando la pubertad hasta señoras curtidas. Exhibían su ausencia de pudor en mitad de la calle. Tetas ingrávidas y cuerpos generosos en pleno Espolón, insistiendo en la naturalidad de una escena alfombrada con hojas de palma y un par de hamacas donde ninguna miraba al frente porque todas estaban a lo que cualquiera hace en la intimidad. Rascarse el ombligo, acariciarse la espalda, soñar que el mundo se agota en ese instante. El abuelo las siguió mirando incrédulo cada mañana hasta que al fin descubrió que quien estaba desnudo ante tanta belleza era él. Que en la piel morena de aquellas mujeres de la aldea de Pará, un elefante huyendo entre la niebla de Zambia, los nenet que habitan el Círculo Polar Ártico y el resto de las fascinantes fotografías que Sebastiao Salgado expone en el centro de Logroño habita un esplendor regalado a quien las observa. Una hermosura remota, coloreada en blanco y negro, inyectada en muchas estampas con una bruma hermana de la que el yayo Tasio se resguarda cada mañana para volver a ver la muestra urbana lamentado sólo que, a diferencia de las terrazas que circundan El Espolón, la génesis de Salgado no se quede ahí eternamente.
Fotografía: Jonathan Herreros