No hay nada más impostado que intentar disimular una impostura. La pérdida de la mayoría absoluta y los casos de corrupción que salpican a cada rato a los populares están obligando al partido a someterse a una mutación exprés de caras y estrategias en busca del centro del que ahora todos se proclaman dueños. En ese recorrido contrarreloj, la mayor dificultad con la que topan es la credibilidad. Para enjugarla y dar fe de su comunión con los nuevos tiempos, el PP no deja de sonreír. Una exhibición de dientes y palmadas en la espalda aliñadas con una apelación tan reiterada al diálogo que a veces roza el empalago. La sonrisa que ofrece la gaviota como si todo fuera un proceso intrínseco y espontáneo es, sin embargo, todavía forzada. En el mohín amable que proyecta aún rezuman las formas bruscas y las maneras autoritarias de las que el PP ha hecho bandera durante años como alarde de determinación frente la flacidez de otras siglas. Uno escucha la palabra consenso en boca en algunos de los dirigentes del PP y resuena el eco bien reciente del menosprecio a la oposición, la promesa de no pactar jamás, los mítines de Aznar donde la masa de proclamaba su único dios verdadero. La segunda unidad que los populares están empezando a sacar del banquillo ante el agotamiento de los titulares tiene ante sí una misión mucho más crucial que exhibir un gesto dulzón ante las cámaras: convencer de que la mano que ahora tienden no es con la que antes golpeaban.