Cuando las generaciones se sucedan y ya no haya quien testimonie lo que la memoria aniquila, las décadas de violencia en el País Vasco correrán el riesgo de ser sólo un epígrafe en los libros de historia. Quienes no hayan conocido por boca de quienes sufrieron aquella falta de aire que ahogaba a pueblos enteros y enfrentaba a familias que siempre habían convivido en paz abrirán ese puñado de papeles encuadernados –si Internet aún no los ha enterrado– y encontrarán una ingente relación de fechas y números. Sin embargo, ni el frío catálogo de días en que se cometieron tales atentados o se detuvo a aquel terrorista ni la cifra total de víctimas podrá dar una idea exacta de cómo tantas personas se sumieron en un estado tal de terror y cobardía. Tampoco los ensayos que vean la luz ayudarán a entenderlo, porque sus autores estarán contaminados por el odio o el dolor. Unos pondrán el foco en los muertos inocentes, la sinrazón política, el silencio cómplice. Otros relatarán torturas, dispersiones y afanes reprimidos que llevaron a tomar las armas. Ninguno trasmitirá fielmente cómo sufrió tanta gente. Sólo la ficción salvará la verdad. Libros como Patria y otros tantos, que inyectan en personajes inventados las sensaciones de nombres propios a los que se les hurtó la vida. La forma de vigilar la calle a través de los visillos, el olor acre de territorios hostiles, la lluvia constante cayendo sobre las tumbas, la crueldad cotidiana. Cuando las generaciones se sucedan, el mayor crimen será no leer.