John Allen Chau viajó hasta la paradisiaca isla de Sentinel del Norte ubicada al este de la India y bañada por el mar de Andamán. El lugar, de apenas 72 kilómetros cuadrados, es tan remoto que el joven estadounidense de sólo 26 años tuvo que ser transportado hasta allí por un grupo de pescadores en una de sus rudimentarias barcas. Cuando llegó a su destino, se encontró con un puñado de aborígenes de la minúscula tribu que habita el islote absolutamente aislada desde hace siglos. Los nativos empuñaron los mismos arcos que utilizan a diario para cazar, le clavaron sus flechas y enterraron supuestamente el cadáver en la playa. No era la primera vez que un occidental intentaba interactuar con los sentineleses. Un grupo de antropólogos encabezado por el veterano Trilok Nath Pandit lo logró en 1991 y salió vivo del intento. La diferencia entre ambos casos quizás resida en los motivos y las formas que llevaron a uno y a los otros a adentrarse en este recóndito punto del planeta. Mientras los académicos se aproximaron a la tribu para conocer sus costumbres poco a poco, respetando su espacio y marchando de inmediato, Chau llegó enarbolando una biblia y el propósito obsesivo de cristianizarles. El episodio ha revelado los peligros de que una comunidad tan aislada pueda quedar contaminada por enfermedades a las que ha sido ajena desde sus orígenes. Pero el virus más grave, como su reacción ha escenificado, es la imposición de unos valores y hábitos que no han elegido. Los sentineleses han reclamado ser como quieren ser. Un alegato primitivo de libertad que cuestiona el auténtico sentido de la civilización e invita a no dejar someterse a imposiciones ideológicas. A ser posible, sin asetear a nadie.