El signo de los tiempos lo define una noticia (sic) aparecida hace unas semanas en Internet. Las redes se hacían eco del tuit de la propietaria de un perro que acababa de morir presuntamente envenenado en un parque y la mujer clamaba contra los desalmados que no es la primera vez que atentan contra las mascotas con los métodos más crueles. Igual que se echa gasolina sobre el fuego y aprovechando esa autopista sin límite de velocidad verbal que son las redes, de la información colgaron inmediatamente cientos de opiniones. La mayoría apoyaba a la víctima y todos vomitaban una batería de insultos, amenazas e improperios sin filtro contra los autores del canicidio, cargando de paso y sin venir mucho a cuento contra cazadores, taurófilos y un batiburrillo de colectivos, personajes y partidos políticos, desde Pedro Sánchez hasta Vox. Casi no había pasado una hora cuando la dueña del animal informaba por el mismo canal de que el veterinario había hecho la autopsia confirmando que el perro sufría una anomalía intestinal. Su fallecimiento, por lo tanto, se debía a causas naturales. La aclaración no frenó los comentarios siempre anónimos. Abierto el grifo del odio, los internautas siguieron acogiéndose a la versión inicial obviando la realidad y engrosando sin fin el catálogo de las imprecaciones más brutas. No pasaría de lo anecdótico si no fuera porque la reacción tan bestial a una noticia que no era tal va convirtiéndose en norma. La confirmación de que la ciudadanía (una parte, espero cada vez con menos fe) sólo aspira a creer lo que está deseando creer y nadie ni nada, ni siquiera algo tan devaluado como la verdad, es capaz de domar a esa fiera rabiosa que todos llevamos dentro.