En Tokio, en la inmensidad del populoso barrio de Ginza, se esconde una modesta librería. Se llama Morioka Shoten y la diferencia respecto a las miles que pueblan Japón entero es que no despacha libros. No lo hace en plural, sino que su propietario ha implantado una peculiar estrategia comercial por la cual sólo vende un libro cada semana. O más estrictamente, los ejemplares que la clientela se decide a comprar del único título que esos siete días expone en su escaparate y que es reemplazado por otro al siguiente lunes. La fórmula no augura precisamente ingentes ingresos para el dueño. Incluso es posible que mientras usted está leyendo estas líneas haya bajado la verja del local para no volver a levantarla nunca más. Hasta que eso llegue a ocurrir, Morioka Shoten ha conseguido el objetivo de su genuina fórmula de negocio y que queda lejos del interés económico. Su propuesta hiperlimitada es en realidad un canto a la singularidad, el antídoto contra la saturación dominante que engaña al ciudadano haciéndole creer que la sobreoferta es sinónimo de libertad. En esta librería no hay pilas desbordantes de betsellers a la entrada. Las estanterías no están atiborradas de referencias que hacen dudar cuál tomar y provocan en el comprador esa sensación de ahogo que al final disipa adquiriendo la obra que el tendero, que es quien más criterio atesora, le recomienda cuando está grogui. El mismo recorrido, en definitiva, que Morioka Shoten persigue con un minimalismo que debería hacerse extensible a los aludes de información, al atracón de promesas, a la turba de mensajes y tuits. Hacer valer que poco es mucho y lo único, un bocado exquisito.