Si no lo vio en directo, le invito a que lo revise a través de Internet en los múltiples vídeos que recogieron el momento. Una periodista de televisión trata de hacer una conexión in situ desde Barcelona durante la manifestación del 1-0. El foco de la cámara destaca su figura detrás de la cual se agolpa una marabunta enfebrecida, banderas al aire, pancartas y otros reporteros gráficos. Mientras trata de emitir la información para su cadena, alguien lanza una botella que la empapa. La chica está azorada, pero aguanta en el sitio los empellones e insultos cada vez más agresivos. El micrófono recoge con dificultad el guirigay de entre el cual sólo se distinguen palabras sueltas. Zorra, manipuladora, deja de provocar, vete de aquí… Entre la tensión, alguien le acerca un pañuelo con el que se seca malamente hasta que el caos es tal que ella y el cámara optan por alejarse del lugar. Unos metros más allá intentan por segunda vez hacer su labor. Cuando están a punto de lograrlo, el estallido de lo que parece un potente petardo le hace gritar. La imagen se congela. Fin. La escena corresponde a esa espiral de violencia en la que se está sumiendo Cataluña, pero revela algo más:la prensa como objetivo del odio que lamentablemente no es exclusivo de un contexto ni de un solo ámbito y cada vez resulta más común con diferentes escalas de intensidad. Lo que ni quienes la amenazaron ni han eludido reprobar la acción entienden es que a quien han atacado es a una trabajadora. Una profesional empeñada en su tarea cuyo acoso en otras circunstancias habría puesto en pie de guerra al feminismo y los sindicatos de clase. Aquí no. Era solo una periodista que ya sabía adonde iba y quien denuncie lo que sufrió, un sospechoso de corporativismo.