No hay dos corruptelas idénticas igual que tampoco existe una pareja de gemelos calcados. Así como cada hermano tiene una peca distintiva o un tic absolutamente personal, está el político que se aprovecha del puesto en modo silencio y quien se reboza estruendosamente en las posibilidades de lucrarse. Es, como sucede con la propia condición humana, cuestión de carácter. La mente articulada sistematiza un fraude a cuenta de los ERE en Andalucía, y la pueril se conforma con engañar a la caja pública haciéndose pasar entre risitas por una cotizada escritora. Los hay de pelo engominado y gabardinas de gánster que no ven nada más allá de su prominente mentón para ocultar 22 millones de euros. Y también abnegadas esposas de parejas con las que no conviven pero tienen el cuajo de acumular bolsos de Vuitton mientras ordenan a los abuelos que se copaguen el sintrom.
Como hacen los padres con sus hijos, cada cual tiene su secreta debilidad por uno en particular. Hay quien les excusa por cándidos cualquier desliz. Los que ponen la mano por el fuego pero nunca los ojos garantizando que han vuelto sobrios un sábado de madrugada. Y hasta el que prefiere construirse sus propias hipótesis exculpatorias con tal de desterrar la sola idea de que su vástago haya atravesado la línea que jamás cruzaría. Pero en la corrupción no hay baja intensidad ni alta fidelidad. Igual que los hermanos compartirán para siempre la misma sangre.