La marejada provocada por las palabras que espetó el Rey a Hugo Chávez en la última cumbre Iberoamericana ha dejado paso a una marejadilla menos ruidosa pero de mayor calado: ¿Merece el episodio una reconsideración de las relaciones de España con Venezuela?
Los más apegados al orgullo nacional se decantan por romper todos los lazos. Una ruptura absoluta y grandilocuente, a ser posible. El desprecio que supuso la actitud de Chávez no merece, dicen, otra cosa que volver la espalda a aquel país. La gran España, la madre patria, los héroes que sacaron a América de las cavernas, no tienen por qué aguantar la chabacanería del hijo díscolo.
Sería un epatante final si el coprotagonista de la película fuera otro. Si el país que retara a España estuviera en los confines de África, si careciera de peso en el concierto internacional, le ahogara una importante deuda con el primer mundo o, cuando menos, no dispusiera de las ingentes reservas de petróleo que yacen bajo los pies de Hugo Chávez. Pero va a ser que no.
A quienes más afecta las posibles tiranteces entre el actual Gobierno y Venezuela es a las empresas españolas instaladas allí. Compañías cuyos consejos de administración no miden a final de año su grado de españolismo, sino el grosor de la cuenta de resultados. Empresas, no oenegés, que llegan al país porque las posibilidades de negocio son grandes y el mercado jugoso, no por ningún sentimentalismo fraternal.
Ante esa coyuntura no hay debate posible. Si hasta los más grandes son capaces de plegarse en China por no perder aquel mercado, ¿cómo no van a hacerlo Telefónica, Mafre o Repsol en un país tan suculento como Venezuela? A este nivel no hay dictadores ni personas: sólo estadistas y consumidores.
Cuando el Rey pronunció aquel ¡por qué no te callas!, debería haber dejado replicar a Chávez. ¿Por qué no os marcháis?, le hubiera respondido. No hay nada más que decir.