Antes de que las piscinas crecieran como setas a la sombra de cada urbanización, Cantabria fue para muchos, junto a otro puñado de sociedades recreativas y cualquier poza de río, el único oasis donde aplacar los rigores del verano logroñés. Y antes también de que la tecnología impusiera la huella de cada socio para franquear los tornos de acceso, ingresar en aquel paraíso de césped y fantas heladas era cosa de un carné personalizado que el uso y el cloro acababan ajando. Al chaval que no disponía del codiciado salvoconducto sólo le quedaban dos fórmulas. Los más arrojados recurrían al salto de la tapia por la zona más alejada de la mirada de los porteros. Otros acabamos cometiendo un delito adolescente que no sé si habrá prescrito consistente en aprovechar algún carné ajeno. El titular pasaba el control, lo lanzaba luego por el muro y el siguiente lo utilizaba para sí. Alguno entreabría el plástico descuajaringado para colocar su propio retrato y los menos meticulosos lo mostrábamos de refilón al conserje confiados en que nunca comprobaría el fraude. Así fue hasta la tarde que Óscar me dijo, eh chaval tú no eres el de la foto, y salí huyendo hasta la (piscina) mixta para intentar despistarle entre un mar de toallas y aftersun. Fue el día antes de que en casa decidieron pagar la cuota de Cantabria para no pasar más vergüenza, y 25 años antes de conocer que Óscar ha muerto y ahora está en algún lugar donde, cuando yo vaya, vigilará con rigor si puedo entrar o no.