No hay peor forma de mejorar la participación que imponer requisitos a su natural ejercicio. La decisión del Ayuntamiento de Logroño de controlar el acceso a los plenos acaba de demostrarlo, y la intención de ordenar unas sesiones que venían derivando en un guirigay insoportable para el PP ha hecho que las butacas reservadas al público quedaran copadas por policías locales ansiosos de publicitar sus demandas laborales. Podría haber sido cualquier otro colectivo el que se adelantara a cumplir las nuevas condiciones. Para abuchear a sus representantes o jalearles, porque lo que se ha logrado es facilitar la manipulación de un derecho que debería someterse sólo a unas normas de protocolo y respeto mutuo que, por otro lado, ya estaban recogidas en el reglamento que debe aplicar (y ha aplicado cuando ha sido preciso) el presidente del pleno. El cambio no evitará las fotos indeseadas, ni rebajará la tensión teledirigida, ni eliminará críticas sobre chiquibecas o parkings caóticos. Sólo aguará la calidad democrática de una institución que se dice la más cercana al vecino y ensanchará la distancia entre la clase política y sus representados de la que alertan todos los sondeos. Más efectivo se antoja que el equipo de Gobierno se mostrara tan inmune como sereno ante ciertas presiones laborales y los propios concejales guarden las formas en el debate para no trasladar que hay barra libre de descalificaciones. Todo lo demás será recortar derechos a los ciudadanos hasta dejarlos en cero.