Ella no se acordará de mí, pero yo sí la recuerdo bien. Nos conocimos en Calahorra. Corría el año 2004, los partidos andaban enredados en plena precampaña electoral y la presidenta de la Comunidad de Madrid formaba parte del puñado de líderes que el PP mandaba de gira por toda España explicando su proyecto político. Su agenda le llevó aquel día a recalar en la capital riojabajeña. Flanqueada por los candidatos regionales, Esperanza Aguirre desgranó la parte del programa tocante a empleo femenino y violencia doméstica y, acto seguido, concedió una entrevista más amplia a este periódico.
El encuentro se concertó en las instalaciones del parador de Calahorra. Antes de lo que dijo, me llamó la atención lo que hizo. Aún no había reparado en el periodista cuando Esperanza intercambió unas palabras con el fotógrafo. Al instante llamó la atención de su jefa de gabinete –no llegaba a la treintena pero, sorprendentemente, guardaba un inquietante parecido con su superiora incluido el corte de pelo y hasta el tono lila de sus respectivas chaquetas– y le susurró unas leves indicaciones. Su alter ego abrió entonces un discreto bolso del que extrajo unos aperos de maquillaje. Aguirre sació con ellos su coquetería antes de enfrentarse a la Nikon que le apuntaba y comentar con mi compañero el ángulo y el fondo más propicios para el retrato.
Cumplido el trámite, la presidenta de Madrid respondió a mi cuestionario como acostumbra a exponer sus reflexiones: con la espalda muy erguida y esa media sonrisa que le encoge los ojillos. De entre los muchos titulares que regaló, recuerdo uno que decía: «El partido debería sufrir un varapalo que propicie una verdadera reconstrucción interna». Quién iba a decir que la misma frase que usó entonces para referirse al PSOE le serviría ahora para hacer el diagnóstico de su propia formación. Sólo le queda pendiente desmaquillarse y mostrar si de verdad se postula para encabezar el cambio.