Si ayer o cualquier otro día ha topado con él es muy probable que le haya pasado desapercibido. Se trata de un inmigrante más sentado en un banco del centro de Logroño. No pide alimento, no reclama una limosna con la letanía del mendigo. Simplemente está sentado con las manos en el bolsillo, una maleta azul a su vera y, cuando el frío aprieta más de la cuenta, una bufanda que tapa su cara negra como el tizón. Lo que al principio era un trazo más en la postal de un casco antiguo deslavazado y mestizo ha pasado a ocupar un lugar destacado en los titulares de la prensa. Mientras otros reclaman un hueco en la actualidad con impostura y egocentrismo, él lo ha conseguido sin reclamarlo ni abrir la boca. Es un estoicismo mudo. Un duelo íntimo contra la solidaridad de quienes pretenden ayudarle. Le ofrecen un bocadillo, hay quien le invita a ocupar una lugar más recogido. Y sin embargo, él se niega. Dicen que ha tirado las monedas que alguien le tendió, que ha rehusado el café caliente que más de uno se ha ofrecido a darle para espantar las heladas matutinas, que de vez en cuando recorre unos metros y vuelve al raso. ¿Hay forma de dar a alguien lo que no pide? Su desafío a los termómetros en caída libre lo es también a la camaradería que ha suscitado entre quienes temen que su cerrazón acabe con su vida. Y alguno se pregunta si el chico del banco no será, más que un síntoma de la crisis, el rostro mismo de la crisis que se castiga a sí mismo y a quien le mira.
Fotografía: Juan Marín