Aunque cueste creerlo, algunos de los episodios más turbadores que me han ocurrido últimamente han tenido como escenario un lugar tan (a priori) poco inquietante como una oficina de correos. El más reciente sucedió hace dos semanas cuando tuve que cumplimentar un envío urgente a primera hora de la mañana. El local estaba vacío, y escogí una ventanilla al azar para realizar la gestión.

Antes de mediar palabra, el funcionario que atendía el puesto me recibió con una sobredosis de amabilidad: «Hola, Eleuterio». Aquellas palabras me llenaron de extrañeza. Pronunciado por un desconocido y en un contexto tan ajeno, mi nombre sonó raro. Como si no fuera mío. Como si en el remite de la carta que sostenía en esos momentos entre los dedos pusiera, yo qué sé, José Luis García.

Quizás sea un pariente lejano, pensé. O un amigo de un amigo que se acuerda tanto de mí como yo poco de él. Descarté ambas opciones en cuanto me acerqué medio paso y lo observé de cerca. «Perdón, ¿nos conocemos?», fue todo lo que se me ocurrió decir. Me lo aclaró sin perder la sonrisa: «No, pero yo también me llamo Eleuterio y, como somos tan pocos, conozco prácticamente a todos los de Logroño». Se produjo entonces una especie de conexión cósmica. Dos eleuterios encontrados en el espacio, compartiendo el sufrimiento por las mismas bromas recibidas por llamarse como El Lute. Reconfortados por encontrar un semejante que siempre quiso tener tener un nombre normal. Llamarse, yo qué sé, Charlton Heston.